AND AT THE END IS...

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La muerte siempre ha sido un tema muy complejo, uno no habla de ella porque la conozca y quien la conoce no puede decir nada de ella. De hecho, siempre he creído que la muerte no existe para el que la sufre, sino para todos los demás que tienen que lidiar con ella.

Recuerdo la primera vez que murió alguien cercano a mi, tendría unos 10 años cuando mi papá entró con un porte desconsolador al cuarto y trataba de mantenerse fuerte para nosotros. Después de unos momentos de silencio nos lo dijo: "murió su abuelita". Yo no conocía la muerte en ese entonces, y a decir verdad la noticia me era un poco indiferente, a pesar de ser mi abuela y visitarla en ocasiones en su casa, siempre sentí que era muy distante con nosotros. De cualquier forma, la noticia me cayó como un balde de agua fría y lloré como nunca, recuerdo a mi papá consolándome a mi lado y, en realidad creo que esa fue la razón por la que lloré, por mi papá, él se veía muy triste, después de todo era su mamá la que se había ido, la mujer que lo vio crecer y lo sacó adelante. Al final yo lloraba por pura solidaridad, ni siquiera entendía del todo la muerte y mi más grande temor era que se me apareciece por las noches (¡oh, la ingenuidad de los 10 años!).

Varios años después, murió uno de mis tíos más cercanos, para ese entonces yo tenía 18 y mi vida giraba ya en torno a los conflictos existenciales. Esa fue la primera vez que entendí qué era la muerte y la primera vez que entendía las consecuencias que tendría para sus familiares. Sabía que nunca más volvería a ver a mi tío llenar con su sonrisa y su carisma una habitación llena de gente pero vacía de vida. No podía imaginar cómo serían las navidades sin él y no dejaba de pensar en todos aquellos detalles que me lo recordaban. Murió en marzo y recuerdo que veía a las jacarandas llorar ríos violetas por su partida (y como cada marzo lo conmemoran). Recuerdo también aquel funeral: llegué por la noche porque había tenido que ir a la escuela y sólo pensé en buscar a mi papá de entre todas las personas, recuerdo haberlo visto y sólo pensar en abrazarlo, jamás nos habíamos abrazado así y ese abrazo dijo tanto. Recuerdo la enorme curiosidad que me invadía por ver su rostro porque creía que sería el rostro de la muerte y recuerdo haberme encontrado con la sorpresa de ver a mi tío tan tranquilo y feliz como no lo había visto en mucho tiempo, como si aquel sueño en el que se encontraba fuera el mejor de todos. Y así pasó el tiempo, hasta que dejó de doler tanto. 

A partir de entonces han venido otras muertes, pero no han sido tan significativas en mi vida hasta ahora y, sin embargo, quiero compartir un caso que tocó fondo para mi. Se trata de una amiga de mi hermano, no me caía bien, pero eso es lo de menos porque ¡ella era tan joven! Su muerte me obliga a temer y preguntarme sobre la fragilidad de la vida, la realidad de que somos simples mortales esperando nuestra hora. Nadie pero nadie debería morir sino es en la plenitud de su vida, cuando se hayan acabado los sueños por cumplir y las ganas por la vida. Lo peor fue cómo murió: chocó contra un trailer que transportaba pinturas (altamente flamables, por lo visto), su carro se incendió y ella quedó atrapada. Nadie merece ese tipo de muerte y aún así siempre lo vemos en los títulares de las secciones policíacas o de sucesos en los periódicos: familias que pierden la vida después de unas lindas vacaciones, jóvenes a los que se les escapa el control y con él se les escapa la vida trágicamente. 

Mi abuela murió por la diabetes que padeció por años, mi tío murió pocos meses después de ser diagnosticado de cáncer y la amiga de mi hermano murió por un accidente. Seré sincera, todas las muertes son trágicas, pero cuando sabes que es el destino común a todos también piensas en todas las formas que existen para llegar a ella y, sin lugar a dudas, unas nos impactan (y calan) más que otras.

Después de la muerte de cada uno de ellos siempre aparecía la misma pregunta en mi cabeza: ¿Fue feliz? Y claro, han habido vanos intentos de encontrar la respuesta. Pero al final eso no importa, porque también es cierto que cada muerte nos recuerda que nosotros seguimos aquí, que estamos vivos, quién sabe por cuánto tiempo, pero el tiempo que sea -al menos- no debemos de desperdiciarlo. Y entonces la muerte se convierte en el reflejo de nuestra vida y en su única medida.

De cualquier forma la muerte siempre me hace recordar aquellas sabias palabras de Octavio Paz:
"Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida. Por eso cuando alguien muere de muerte violenta, solemos decir: 'se la buscó'. Y es cierto, cada quien tiene la muerte que se busca, la muerte que se hace. Muerte de cristiano o muerte de perro son maneras de morir que reflejan maneras de vivir. Si la muerte nos traiciona y morimos de mala manera, todos se lamentan: hay que morir como se vive. La muerte es intransferible, como la vida. Si no morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra la vida que vivimos: no nos pertenecía como no nos pertenece la mala suerte que nos mata. Dime cómo mueres y te diré cómo eres." (Paz, 1999)
 Pero eso sí, la vida es un chiste, así que asegurémonos de reírnos también. 

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